jueves, 26 de abril de 2012

Sigue llorando


Llora.

Sigue llorando. Sola. En la ducha. Igual que lo hacía horas antes en la cama. Yo permanezco impasible. Lo intento. No lo intento, simplemente estoy, soy. No me afecta. No siento tristeza, ni pena, ni me veo reflejado en su dolor. No sé por qué. No sé desde cuándo. No sé hasta cuándo. No soy yo. No sé quién soy pero no soy yo. ¿Quién puedo ser entonces?

Sé que no lo merece. Me mira, triste. Veo mi reflejo entre sus mejillas llorosas. Soy triste. Soy tristeza. La estoy matando igual que me maté a mí mismo. Ella me quiere. Yo no sé si la quiero a ella. Mejor dicho, sé que la quiero pero no lo siento, lo que debilita mortalmente la verdad. Los sentimientos si no se sienten son meras palabras. Son oquedades en el alma que reproducen el eco del universo interno. Somos lo que sentimos y yo no siento nada. Soy silencio. Era silencio. Ya no. Ya no soy.

Sólo estoy, y no sé ni dónde. Sé que estoy perdido. No sé a dónde ir, ni por qué debería ir allí. Sé que el mundo es una cárcel con las puertas abiertas en este momento. Quizás cuando se cierren empiece a saber a dónde ir. Con quién moverme. Cómo conseguir que mis piernas no obedezcan a una mente enferma sino a un alma moribunda cuya llama aún tintinea en un silencio agónico. Pero ya será tarde. Ya es tarde. Siempre lo ha sido.

Deseo morir. Lo deseaba antes, al menos. Ahora ya ni siquiera eso. No tengo deseos. Sólo deseo desear. Lo que sea. Sentir algo. El frío, el hambre, la excitación sexual... satisfacciones básicas que he ido perdiendo por ignorar mi cuerpo y suicidar mi alma otorgando excesivos poderes a esta mente enferma. Yo te maldigo. Te odio. Eso quisiera hacer, al menos. Pero ni odio albergo. No tengo crédito para comprar los sentimientos más rasos y humanos.

¿Qué hago? Sigo perdido. Entre parques, entre bancos, entre extraños, entre daños, entre lágrimas de ácido seco que se atoran en un punto que desconozco. ¿Dónde estás, vida? ¿A dónde te fuiste, infancia, que no te recuerdo?

Sigo sentado. Deshidratado. Despojado de existencia miro hacia el techo. Mirándome el pecho. Cerrando los ojos y contemplando lo vacío de un todo que pierde el color y se diluye en silencio. Soy un necio. No lo entiendo. No sé qué, pero no lo entiendo. Hay algo que se me escapa y no puedo saber qué es porque lo desconozco. Mientras, el sentimiento de frustración se acentúa a cada segundo. Y con él la sensación de vivir fuera de mi cuerpo, de confundir diferentes momentos de mi corta historia y sufrir alucinaciones memorísticas. Ni siquiera existe la palabra. Ni siquiera existe el sentimiento. Ni siquiera existe mensaje, ni oyente, ni emisor. No hay comunicación en este texto.

Sigo perdido entre palabras. Avanzando, estáticamente, hacia un final que no llega. Añorando un comienzo que nunca ha existido y persiguiendo un horizonte que sonríe de forma burlona al final del paisaje. Antes era la prolongación de tu sonrisa. Ahora es la espada que me acecha, el limbo que debo cruzar empós de un descanso que no merezco.

Sigo sentado. En el mismo banco que hace dos horas. En el mismo en el que tímidamente rugió mi estómago recordándome que ya hace 17 horas que no prueba bocado. Ni yo tampoco. Quiero que sufra. Que sufra todo mi cuerpo y me haga olvidar la profundidad de mi pena. Quiero que venga. Que me rescate. Que me sonría y su mirada fluya por mis venas. Quiero quererla y que me quiera. Pero ese momento no llega ya ni en mi cabeza. Me serena, es cierto, pero me daña enormemente cuando despierto; cuando pestañeo y salgo del sueño; cuando recuerdo que era mentira, un espejismo de arena en este desierto de eterno invierno.

Sigo sentado. Sigo parado. Sigo perdido. Sigo varado...


Y ella sigue llorando.

No hay comentarios: