Llora.
Sigue llorando. Sola. En
la ducha. Igual que lo hacía horas antes en la cama. Yo permanezco
impasible. Lo intento. No lo intento, simplemente estoy, soy. No me
afecta. No siento tristeza, ni pena, ni me veo reflejado en su dolor.
No sé por qué. No sé desde cuándo. No sé hasta cuándo. No soy
yo. No sé quién soy pero no soy yo. ¿Quién puedo ser entonces?
Sé que no lo merece. Me
mira, triste. Veo mi reflejo entre sus mejillas llorosas. Soy triste.
Soy tristeza. La estoy matando igual que me maté a mí mismo. Ella
me quiere. Yo no sé si la quiero a ella. Mejor dicho, sé que la
quiero pero no lo siento, lo que debilita mortalmente la verdad. Los
sentimientos si no se sienten son meras palabras. Son oquedades en el
alma que reproducen el eco del universo interno. Somos lo que
sentimos y yo no siento nada. Soy silencio. Era silencio. Ya no. Ya
no soy.
Sólo estoy, y no sé ni
dónde. Sé que estoy perdido. No sé a dónde ir, ni por qué
debería ir allí. Sé que el mundo es una cárcel con las puertas
abiertas en este momento. Quizás cuando se cierren empiece a saber a
dónde ir. Con quién moverme. Cómo conseguir que mis piernas no
obedezcan a una mente enferma sino a un alma moribunda cuya llama aún
tintinea en un silencio agónico. Pero ya será tarde. Ya es tarde.
Siempre lo ha sido.
Deseo morir. Lo deseaba
antes, al menos. Ahora ya ni siquiera eso. No tengo deseos. Sólo
deseo desear. Lo que sea. Sentir algo. El frío, el hambre, la
excitación sexual... satisfacciones básicas que he ido perdiendo
por ignorar mi cuerpo y suicidar mi alma otorgando excesivos poderes
a esta mente enferma. Yo te maldigo. Te odio. Eso quisiera hacer, al
menos. Pero ni odio albergo. No tengo crédito para comprar los
sentimientos más rasos y humanos.
¿Qué hago? Sigo
perdido. Entre parques, entre bancos, entre extraños, entre daños,
entre lágrimas de ácido seco que se atoran en un punto que
desconozco. ¿Dónde estás, vida? ¿A dónde te fuiste, infancia,
que no te recuerdo?
Sigo sentado.
Deshidratado. Despojado de existencia miro hacia el techo. Mirándome
el pecho. Cerrando los ojos y contemplando lo vacío de un todo que
pierde el color y se diluye en silencio. Soy un necio. No lo
entiendo. No sé qué, pero no lo entiendo. Hay algo que se me escapa
y no puedo saber qué es porque lo desconozco. Mientras, el
sentimiento de frustración se acentúa a cada segundo. Y con él la
sensación de vivir fuera de mi cuerpo, de confundir diferentes
momentos de mi corta historia y sufrir alucinaciones memorísticas.
Ni siquiera existe la palabra. Ni siquiera existe el sentimiento. Ni
siquiera existe mensaje, ni oyente, ni emisor. No hay comunicación
en este texto.
Sigo perdido entre
palabras. Avanzando, estáticamente, hacia un final que no llega.
Añorando un comienzo que nunca ha existido y persiguiendo un
horizonte que sonríe de forma burlona al final del paisaje. Antes
era la prolongación de tu sonrisa. Ahora es la espada que me acecha,
el limbo que debo cruzar empós de un descanso que no merezco.
Sigo sentado. En el mismo
banco que hace dos horas. En el mismo en el que tímidamente rugió
mi estómago recordándome que ya hace 17 horas que no prueba bocado.
Ni yo tampoco. Quiero que sufra. Que sufra todo mi cuerpo y me haga
olvidar la profundidad de mi pena. Quiero que venga. Que me rescate.
Que me sonría y su mirada fluya por mis venas. Quiero quererla y que
me quiera. Pero ese momento no llega ya ni en mi cabeza. Me serena,
es cierto, pero me daña enormemente cuando despierto; cuando
pestañeo y salgo del sueño; cuando recuerdo que era mentira, un
espejismo de arena en este desierto de eterno invierno.
Sigo sentado. Sigo
parado. Sigo perdido. Sigo varado...
Y ella sigue llorando.
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